A cien años del Congreso Misionero de Panamá
El Primer Congreso Misionero de confesiones protestantes se realizó en Edimburgo en 1910. Ese fue un congreso muy europeo, no solamente por la ciudad escocesa en la cual se realizó, sino también por la nacionalidad de sus delegados, que fueron exclusivamente anglosajones. El concepto de misión que se manejó fue aquel de sentido imperial que no solamente llevaba el anuncio del evangelio, sino también la absorción de los conversos a la cultura europea. Evangelizar se entendía no sólo como la adopción del cristianismo sino también como la adopción de las costumbres y, muchas veces, del idioma de los misioneros. El propósito del congreso era determinar las directrices a seguir en las siguientes décadas y, por esa razón, la Iglesia Católica, por mediación de la Iglesia Anglicana, logró que Latinoamérica fuera reconocida como un territorio ya evangelizado y que, consecuentemente, quedara fuera de los esfuerzos misioneros de la época.
El problema fue que para entonces ya había centenares de misioneros, tanto extranjeros como criollos, trabajando y enfrentando grandes dificultades por llevar las buenas nuevas en Latinoamérica. Al ser dejados de lado, convocaron en 1916, hace un siglo, al que llamaron el Primer Congreso Misionero Protestante de Panamá. El evento se realizó en un hotel que, posteriormente, sería utilizado por los ingenieros que construirían el Canal de Panamá. Si bien el congreso de Panamá fue organizado, predominantemente, por misioneros estadounidenses, se convirtió en un esfuerzo por planear y desarrollar la evangelización en una Latinoamérica casi exclusivamente católica y que había sido dejada de lado por Edimburgo.
Cien años han transcurrido desde el Congreso de Panamá y los hechos históricos dejarían perplejos a sus delegados pero, mucho más, a aquellos que participaron del de Edimburgo. Nadie entonces imaginó que después de un siglo las poblaciones evangélicas en los países latinoamericanos oscilarían entre el veinte y el cuarenta por ciento, que existirían más iglesias en Latinoamérica que la suma de todas las de Europa, que los latinoamericanos enviarían misioneros a los países europeos, que las iglesias europeas serían revitalizadas por la presencia de migrantes evangélicos en esos países y que las confesiones protestantes que organizaron el Congreso de Edimburgo serían una minoría en Latinoamérica. Nadie previó en la época que el Congreso de Edimburgo, que se planeó como una expresión organizada de la fortaleza de las iglesias europeas, al final de cuentas se convertiría en el cierre de la cristiandad europea. En tanto que Latinoamérica, dejada de lado en la ocasión, se convirtió en el nuevo polo del cristianismo al lado de otras regiones consideradas periferia. Cuando la iglesia es pequeña y débil, lucha al lado de las fuerzas progresistas para abrirse espacios en sociedades hostiles; pero, cuando la iglesia es numerosa e influyente, aporta los votos que los políticos necesitan a cambio de bienes. Entonces es cuando su carácter progresista cambia por el conservadurismo y pierde la eficacia que le dotó de avance en sus primeras décadas. Esto es algo que ya comenzó a ocurrir en Latinoamérica y que debe ser la principal lección que se aprenda a cien años del Congreso de Panamá. Cuando la iglesia abandona su vocación de sal y luz, no solamente paga las consecuencias en sí misma, sino también en la sociedad en la cual vive.