Una soleada mañana de 1995, un hombre llamado McArthur Wheeler entró a robar en un banco en Pittsburgh a plena luz del día, sin máscara ni nada que cubriera su rostro.
En un mundo lleno de apariencias, la transparencia es un valor profundamente atractivo, especialmente en el ámbito cristiano.
La esperanza colgaba de los maderos cruzados. A un lado, un ladrón, culpable ante los hombres, pero honesto ante la revelación, levantó la voz hacia aquel rey sin corona de oro, solo de espinas.