Catorce Puñaladas
Aún recuerda su primera infancia asistiendo a la iglesia Elim en donde su padre le llevaba con frecuencia y donde le llamaban cariñosamente Jorgito. El recuerdo de las enseñanzas de la Biblia se le mezclan con los momentos felices cuando se movía entre las sillas y jugueteaba con otros niños.
El padre de Jorgito siempre fue amoroso, comprensivo y un modelo de trabajo y honestidad. En su pobreza deseaba hacer lo que fuera necesario para darle a su hijo las mejores oportunidades en la vida. De alguna manera, obtuvo media beca para que Jorgito estudiara en un colegio evangélico, donde alcanzó el tercer grado. Pero, después, su media beca terminó. Sin posibilidades de permanecer en la misma institución, su padre le matriculó en una escuela pública.
En ese lugar, las cosas eran diferentes. Se escuchaba un vocabulario al cual no estaba acostumbrado. La agresividad y la malacrianza eran comunes. En ese nuevo ambiente el niño de 9 años trató de ponerse a tono. Y en ese afán aceptó la invitación a ir a una casa de sus amigos. Allí encontró a muchachos con el torso tatuado, jovencitas borrachas y drogadas. Sin saberlo, había llegado al mundo «destroyer».
En las siguientes semanas, cediendo a la presión del grupo comenzó a utilizar drogas y alcohol. Los vecinos advirtieron lo que ocurría y se lo comentaron a su buen padre que trabajando no se enteraba que Jorge iba cada día donde los pandilleros al salir de la escuela. Pero Jorge le negó todo. Las presiones del grupo de adolescentes, que Jorge veía como hombres grandes, fueron creciendo. Pero, ahora, para animarlo al «brinco».
Finalmente, a sus 11 años Jorge accedió. Eran los Noventa cuando una paliza de unos segundos bastaba para darle la bienvenida. A pesar que él no era maltratado en casa, decidió a partir de ese momento abrazar la vida loca. Pero lo hizo con tal determinación que pronto abandonó la escuela y luego a su padre. Teniendo una casa prefirió irse a vivir en la calle, en uno de los principales parques de la ciudad.
La renta todavía no se practicaba, así que permanecía en la calle pidiendo un peso a quienes pasaban. No era mucho lo que recogía pero lo suficiente para comprar un poco de pega y olerla todo el día. La comida era secundaria. Cuando caía la noche se acostaba con otros niños pandilleros en los portales del parque y aunque el piso era duro y la lluvia le mojaba en el invierno, prefería la vida loca al confort de la casa. Por eso, a pesar que su padre intentó muchas veces hacerlo volver, se negó a hacerlo.
Cuando apenas rozaba los 13 años una mala tarde otros adolescentes de la pandilla contraria le atacaron como suelen atacar: por sorpresa y en grupo. Sus compañeros de pandilla, al otro lado de la calle, corrieron a socorrerlo. Pero esos segundos fueron suficientes para que sus atacantes le asestaran catorce puñaladas antes de huir. A pesar de su niñez en la iglesia Jorge ni siquiera pensó en Dios en esos momentos. Sólo quería saber si viviría. La Cruz Roja le condujo al hospital y entre las primeras atenciones juntó fuerzas para preguntar al primer médico que vio: «¿Me voy a morir?» Después solamente vio una fuerte luz blanca.