De lo virtual a lo real
Nada despierta más pasiones que el deporte, la religión y la política. Una vez las personas han adoptado un bando, seguirán sus ideas sin titubear. Eso incluye el rechazo del opuesto sin otras consideraciones que la de no pertenecer a su equipo. En este contexto, ningún lenguaje debe subestimarse por ingenuo que parezca, sus consecuencias pueden ser fatales. El mundo de las redes sociales produce una visión moldeada por desconocidos cuyas opiniones se aceptan sin dudar, como si fueran personas autorizadas. Cualquiera dice cualquier cosa y eso se convierte en la verdad para los simples. Así, se va construyendo una composición virtual que es paralela a la realidad y en la que viven muchas personas, ya sea por comodidad o por elección. Eso no sería mayor problema si no fuera porque la conducta de las personas es determinada por la visión de mundo que posean.
Para muchos la diferencia entre el mundo virtual y el real está muy clara, porque poseen las herramientas que les permiten actuar sobre la base de principios y no de incitaciones ajenas. Pero hay otro tipo de personas que tuvieron infancias difíciles en hogares disfuncionales o cuya educación fue deficiente y no les proporcionó métodos correctos de análisis y reflexión. Para estas personas lo usual es adoptar sin ninguna crítica ocurrencias ajenas, pero lo peor es que cruzan la frontera que separa lo virtual de lo real gobernados por esos pensamientos. Si a eso se le suma la portación de armas y el uso de alcohol o drogas, el coctel está listo para abominaciones como la del asesinato de los señores Gloria y Juan el domingo pasado.
En una sociedad que se precia de ser creyente resulta ser una verdadera vergüenza que se toleren las retóricas violentas que denigran a seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios. Las inconformidades y contradicciones se pueden resolver por mecanismos sensatos y civilizados, pero recurrir al insulto desvergonzado, a las amenazas, a la violencia, al asesinato y a los intentos de encubrimiento de los culpables son síntomas de insania moral. Ante ella, se exige un arrepentimiento sincero si es que se desea conservar el nombre de cristiano. “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan 4:20).
Las iglesias poseen una responsabilidad enorme de corregir el rápido deterioro que se está produciendo en la moral colectiva. De no hacerlo, se puede llegar a una condición nefasta en la que la dignidad de la vida salga sobrando para favorecer intereses electorales miserables. El carácter sagrado de la vida debería ser suficiente motivo para que todo creyente repudie firmemente las versiones que pretenden justificar un crimen en contra de salvadoreños humildes. El esfuerzo debe comenzar por un propósito de no atender a las expresiones vejatorias y de odio. Seguido de una decisión consciente de no contribuir a su diseminación y mucho menos agregar nuevos elementos. El lenguaje y la conducta del creyente debe ser siempre acorde a los principios evangélicos que son el respeto, el amor, la justicia y la paz.
El cristiano es llamado a ir en dirección opuesta a la de la corriente del mundo. Cuando la intolerancia y el odio nublan las mentes, se debe sembrar reflexión, verdad y una alta valoración por las personas y sus vidas. Es la única manera en que los cristianos pueden ser luz y sal de este mundo polarizado.