De vuelta a la normalidad de una sociedad anormal

Los discursos optimistas de inicios de la pandemia con relación a que saldríamos más humanos, solidarios y unidos han terminado por desintegrarse al estrellarse con la realidad. No era posible que saliéramos diferentes si en ningún momento tomamos la decisión de cambiar. Al contrario, invertimos nuestras energías en sembrar egoísmos y odios y, aquí estamos, al final del confinamiento ensayando y avanzando hacia nuevas formas de hacer lo mismo. Volvemos más desgastados emocionalmente, más pobres, más quebrados y más endeudados. Volvemos a ese estilo de vida en el que se asume con toda naturalidad el ser los campeones con la más alta tasa de feminicidios de Latinoamérica y el Caribe. Siete de cada diez salvadoreñas sufrirán algún tipo de violencia y serán denigradas mientras el resto de ciudadanos observarán indiferentes o se sumarán al desprecio y el odio por razones tan inverosímiles como la politiquería.

La otra epidemia, la de la violencia, también continúa, con un incremento en el último mes. Y eso no debe extrañar pues el problema continúa manejándose electoralmente sin tocar las raíces que lo provocan. La mala noticia es que con el hundimiento de la economía las raíces de marginación y carencia de oportunidades se verán potenciadas. Sumado a eso, la política antiinmigrante de los Estados Unidos y de los países del Triángulo Norte de Centroamérica le pondrán mayor presión a un caldo social de por sí explosivo. El final del confinamiento no podía darnos una sociedad más solidaria y sensible si nunca se asumió la responsabilidad de tomar las decisiones correctas en el momento oportuno. Un momento que pasó sin saberlo aprovechar.

La sociedad salvadoreña polarizada y dividida, desigual e injusta, es un gran espacio en el que los cristianos disponemos de un campo misionero inmenso que nos llama y desafía. La razón para un futuro lo es la convicción de la potencia transformadora del Evangelio. Pero, la Iglesia no podrá asumir con propiedad la tarea sin desarrollar una cosmovisión cristiana que la ayude a interpretar la historia y la vida en sus múltiples expresiones; que le dé esperanza, que aliente la solidaridad y profundice la confianza en medio de tanto dolor.

Lejos de desalentarnos y adoptar un sentido de huida la nueva conflictividad debe ser un elemento responsabilizador y animante que nos oriente a los creyentes hacia la realización de nuestra misión. La clave de las buenas nuevas es el quiebre en la manera usual de hacer las cosas. Cuando Jesús dijo “amen a sus enemigos”, invitaba a una ruptura con la manera común de tratar a los enemigos. La auténtica fe es aquella que se mide por la dimensión del rompimiento con las formas pecaminosas. Hay mucho que romper en nuestra sociedad anormal, sin dudas. Derrotar la venganza con la tolerancia, el egoísmo con la generosidad, la corrupción con la honestidad, la malacrianza con el respeto. Se requiere sembrar perdón y comprensión. La medida de la conversión se encuentra en ese momento decisivo e íntimo en que decidimos actuar de manera diferente y, mientras halla esa conversión, habrá esperanza en que las cosas serán finalmente diferentes. Solo llegamos a ser distintos con la decisión de tomar el camino diferente, el que no es usual. Para ello, no es indispensable una pandemia. Basta con la voluntad de cambio honesta y sincera. De corazón y no de palabras, como dijo Jesús.

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