El coraje de amar

La cruz con sus dos maderos, uno vertical y otro horizontal, se ha utilizado como ilustración de las relaciones fundamentales del cristiano. El madero vertical habla de su relación con Dios y el madero horizontal habla de su relación con sus congéneres. El uso del símbolo de la cruz tiene como razón el recordar a los creyentes que tanto la vida del individuo como la de las comunidades deben ser gobernadas por su fe.

Dado que se usa un símbolo especial para expresar una verdad bíblica, se concibe a Dios entronizado en lo alto, trascendente hacia arriba, y una humanidad nivelada sobre la superficie terrestre. Todos los hombres son trascendidos por el único Dios. Pero es la altura trascendente de Dios la que nivela a todos los hombres.

La trascendencia del «otro» como persona, recibe su justificación en la trascendencia de un Dios común y superior a todos. Si el hombre no está radicalmente referido al Dios trascendente, no se aprecia por qué el «otro» deba ser respetado más que un animal cualquiera. Si esta justificación no es única, al menos es la última.

La conciencia de la relación vertical determina una vida realmente humana, no de manera necesaria pero sí sustentante. El que conoce dicha relación añade un acto consciente hacia el «otro» al referirlo al Dios trascendente. La dignidad del prójimo sale a relucir en ese reconocimiento y el cristiano, por inferencia, deberá modelar su actuar de acuerdo a esa conciencia.

No puede afirmarse que una relación sea más importante que la otra. Así como sin uno de los maderos no hay cruz, tampoco hay fe si falta una de las relaciones. Esta relación entre relaciones producirá que quien se concentra primariamente en lo horizontal, terminará reconociendo que ello implica tácitamente lo vertical. Por su lado, quien priorice la relación vertical de manera auténtica,

deberá terminar por comprender que no debe ignorar o prescindir de una relación horizontal correcta. La autenticidad de la una conduce a la otra por donde quiera que se comience. Pero si la una no implica a la otra, es porque hay carencia de autenticidad en una o en ambas.

Lo vertical es la razón formal de lo horizontal. Lo vertical se encuentra implicado en lo horizontal y lo horizontal es el presupuesto de lo vertical. Las Escrituras patentizan que las relaciones del cristiano deben ser por igual medida con su Dios, con otros creyentes y con todos los pueblos. La fe es la confluencia del amor a Dios y el amor al prójimo.

Pero este símbolo espacial que ahora utilizamos en contexto teológico, fue en realidad un instrumento de tortura y muerte. Si llegó a convertirse en símbolo del cristianismo, al punto que Pablo llamó al evangelio «el mensaje de la cruz», fue por el sentido nuevo que la resurrección de Jesús le imprimió. Para el cristiano, la cruz implica un sentido sacrificial y hasta martirial. La verticalidad del amor da razón a su horizontalidad. Y no puede amarse al «otro» sin salir en su defensa y cuidado. Se le debe defender en contra de quienes destruyen su trascendencia hacia lo vertical. Tal defensa supone a menudo el sacrificio o el martirio.

Amar, en sus justas relaciones, requiere valentía. A nadie le apetece enfrentarse a la violencia o a las amenazas. Y no obstante, no queda más remedio que vivir la conciencia que el amor implica la necesidad de sentar se en el fuego. Si sólo una de cada mil personas tuvieran esa valentía, nuestra sociedad evolucionaría más rápido de lo que imaginamos. La muerte y la violencia serían menos necesarias.

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