El factor Dios

Cuando el ser humano nace comienza a ser consciente de su corporeidad. Es sensible a las temperaturas, a las sensaciones, al contacto, al hambre. Comienza a reconocer sonidos, voces y después rostros. En la medida que el tiempo transcurre y la maduración continúa es capaz de comenzar a elaborar nociones conceptuales como el percibir, recordar o advertir deseos. También comienza a emitir sonidos que expresan esos sentimientos.

Entonces es cuando el ser humano sabe lo que le agrada y lo que no de- sea de ninguna manera. No desea que se le impida alimentarse, respirar, ver, dormir, tragar o ir a donde quiera. Así se comienza a configurar el derecho básico. Todo aquello que ejerce constricción será rechazado y combatido como falta al derecho propio. No se acepta el ser atado, golpeado, herido o matado.

Para entonces el ser humano establece su derecho más allá de su cuerpo y lo expande hacia sus facultades: no acepta que se le impida el hablar y el expresar su pensamiento, defiende su capacidad de pensar. Luego va un paso más adelante y comienza a reconocer la comunidad: comienza a valorar el diálogo con otros, el amor hacia otra persona, disfruta de su familia y la protege. En comunidad advierte. que existen otros humanos y entiende la necesidad de respetar derechos ajenos. Nace la ética.

Pero, ¿por qué el ser humano se puede volver bestial contra su par y ser capaz de la guerra, de los campos de exterminio, de los genocidios? Sencillamente porque se restringe el concepto del «derecho ajeno» a su etnia o a su grupo de afinidad ideológica. Los demás son bárbaros o menos que humanos. El ethos es más fuerte cuanto más amplia sea su mirada. He aquí el verdadero reto de la ética: poder reconocer al humano independientemente de su etnia, ideología, religión o preferencias.

El cristianismo es la expresión más articulada de reconocimiento del derecho ajeno. Pero cuando se descuidan los absolutos que el evangelio enfatiza, la fe misma se puede convertir en un detonante de conflictos graves como la historia lo demuestra. Existe una línea muy delgada de separación para que la fe se coloque del lado de la reconciliación o de la guerra. En nombre de esa fe el humano es capaz de perpetrar, paradójicamente, barbaries inconfesables. Y, lastimosamente, ese parece ser el rumbo que muchas veces se sigue. El factor Dios continúa produciendo víctimas, según la grave acusación de José Saramago.

El factor Dios sería la identificación de lo divino con la experiencia religiosa. Es absolutizar lo relativo y relativizar lo absoluto. Cuando eso ocurre es cuando un hombre devoto, como Ulrico Zwinglio, es capaz de ahogar en el río Limmat al anabautista Félix Manz y la Reina María la Católica de quemar en la hoguera a más de 200 protestantes en la Inglaterra del Siglo XVI. Los creyentes celosos son muy predispuestos a forzar sus ortodoxias a través de la opresión estatal.

¿Por qué no cayeron en la cuenta que no estaban agradando a Dios con semejantes matanzas? Porque su visión del derecho ajeno era estrecha. Se limitaba a su grupo de identidad religiosa y todos los demás eran vistos como infieles o anticristos.

Todavía los creyentes necesitan comprender las palabras de Jesús: «El Hijo del Hombre no vino para destruir la vida de las personas sino para salvarlas». Cuando se enfaticen los absolutos de Dios que son la justicia, la verdad y el amor se tendrá una ética apropiada para las necesidades y las esperanzas de los hombres del Siglo XXI.

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