El giro hacia una cultura de paz
La historia nacional se encuentra plagada de capítulos violentos y agresivos. Si se desea comenzar con la conquista, ella misma estuvo llena de abusos, prepotencia, maltrato, tortura y muerte. La imposición y la fuerza sobre los menos capaces fue la génesis de nuestros pueblos mestizos.
Culturalmente, se impuso el abuso a la mujer, el concubinato, la poligamia y la infidelidad. Siempre que hubo debilidad, vulnerabilidad e ignorancia se interpretaron como oportunidades para ejercer el dominio y aprovecharse abusivamente. La riqueza, el poder, la posición social o religiosa, fueron utilizados para imponer la voluntad propia sin ninguna clase de castigo o consecuencia.
Después de la independencia, los gobiernos experimentaron con bastante frecuencia violencias que los instalaron o los destituyeron. Los golpes y contragolpes fueron un péndulo que fue y vino de tiempo en tiempo definiendo a los actores del poder. En ese devenir, la fuerza y el abuso se legalizaron para producir el despojo de la propiedad comunal y dar paso al latifundio.
En la modernidad el militarismo irrespetó los derechos ciudadanos. La prepotencia continuó reinando soberana y definiendo todas las cosas. La reacción fue igualmente violenta y agresiva. En medio de todo, la fuerza también fue constante contra la mujer, contra el niño, contra el anciano, contra el discapacitado, contra todo aquel que no fuera capaz de oponer una violencia similar o superior. La agresividad se expresa en la manera de conducir un vehículo, en la actitud al hacer una fila, en la forma de abordar un autobús, en la manera de reclamar cuando algo no satisface. El maltrato es el recurso de los padres en la educación de los hijos, de los maestros para controlar a sus alumnos, de los alumnos para desafiar a sus maestros, del hombre para tratar a la mujer. Con tal trasfondo cultural, no debe extrañar el alto nivel de violencia que caracteriza nuestros días.
El corregir tal situación llevará mucho tiempo y trascenderá todo el plan de seguridad. El cultivar una cultura de paz debe convertirse en una política de nación. Como política de nación, debe ir más allá de la temporalidad de una administración presidencial y más allá de la competencia de tres o cuatro ministerios. Debe abarcar todos los límites de la vida y fomentarse desde la primera infancia hasta la paternidad y más allá.
La cultura de paz debe ser ejemplificada por los funcionarios. En lugar de manifestaciones de viveza y oportunismo deben ser modelos de aparatos y corrección. Lo mismo debería suceder con el conductor, con el policía, con el soldado, con el profesional, con el líder religioso, con el maestro.
probablemente sea necesario más de una generación para comenzar a observar cambios. Y ningún alcalde ni presidente tiene tanta paciencia para
esperar. Tampoco la población desea esperar tanto. Por fin, el inmediatismo es otro rasgo de la vida agresividad Se necesita de un estadista para un plan de nación. Una persona que posea las altas cualidades éticas y conductuales que le generen el respeto necesario para inspirar a un país.
Las mismas condiciones que vivimos y la conciencia que genera el hecho de matarnos los unos a los otros prepara el ambiente para comprender que no hay fórmulas secretas. que no es posible alcanzar una cultura de paz sin la participación consciente de todos. Que se necesita la censura pública a todas las formas de violencia. Qué necesita una comprensión del fenómeno de la violencia en su manifestaciones tangibles e intangibles. Que se necesita la voluntad para corregir lo que durante una herencia despiadada e inhumana.