El Juez de toda la Tierra
Desde donde Abraham moraba se veía Sodoma en todo su esplendor. La ciudad se ubicaba en el fértil valle del Jordán, una zona en la que a mediados del siglo XXI a.C. había un intenso movimiento comercial. Pero, como suele ocurrir, la riqueza llevó aparejados otros males. El Señor le endilgaba: “Los pecados de Sodoma eran el orgullo, la glotonería y la pereza, mientras que afuera, sufrían los pobres y los necesitados” (Ezequiel 16:49). Las grandes diferencias sociales y la insensibilidad frente a ellas generaron un clamor intolerable que llegó hasta el Señor. La injusticia se había desbordado y él decidió terminar con la ciudad y sus alrededores.
Pero antes de hacerlo, quiso comunicárselo a Abraham, su amigo. Sobresaltado, Abraham le objetó: «Seguro que tú no harías semejante cosa: destruir al inocente junto con el malvado. ¡Pues estarías tratando al inocente y al malvado exactamente de la misma manera! ¡Sin duda, tú no harías eso! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no haría lo que es correcto?». Abraham sabía que un elemento básico de la justicia era la protección del inocente. No era posible que pagaran justos por pecadores, eso no iba con el carácter justo de Dios.
Entonces el Señor le respondió: «Si encuentro cincuenta personas inocentes en Sodoma, perdonaré a toda la ciudad por causa de ellos». La oferta del Señor era muy generosa, no solo afirmaba que, en efecto, no haría mal a ningún inocente, sino que estaba dispuesto a perdonar a toda la ciudad si había, al menos, cincuenta justos en ella. Las palabras del Señor daban por sentado que encontrar esa cantidad de justos no era posible. Entonces Abraham bajó su propuesta: «Supongamos que hubiera sólo cuarenta y cinco inocentes en vez de cincuenta. ¿Destruirás toda la ciudad aunque falten cinco? El Señor le dijo: —No la destruiré si encuentro cuarenta y cinco justos allí”. Pero eso era solo el comienzo, Abraham volvió a bajar su propuesta: “¿Supongamos que hubiera solamente cuarenta? El Señor le contestó: No la destruiré por causa de esos cuarenta”.
Pero Abraham mismo no estaba seguro de que hubiera esa cantidad de inocentes, así que volvió a hablar: “¿Supongamos que se encontraran solamente treinta justos? El Señor le contestó: No la destruiré si encuentro treinta”. Pero, aun así, seguía sin tener seguridad, así que añadió: “Dado que me he atrevido a hablar al Señor, permíteme continuar. ¿Supongamos que hay solamente veinte? El Señor le contestó: Entonces no la destruiré por causa de esos veinte”. Aquello se había convertido en un regateo, valiéndose de eso Abraham insistió: «Señor, por favor, no te enojes conmigo si hablo una vez más. ¿Y si hubiera tan sólo diez? Y el Señor contestó: Entonces no la destruiré por causa de esos diez».
Terminó la conversación con Dios, pero Abraham no estaba seguro de haber logrado el perdón para Sodoma. No quedaba más que confiar en el Juez de toda la tierra, aquel que nunca sacrificará al inocente por el culpable. Aquel que respetaría la integridad de los débiles y sabría retribuir a cada uno según sus acciones reales.
En efecto, no había diez justos en Sodoma, ni cinco, ni tres. Solo había uno. Y ese era Lot, el sobrino de Abraham, quien vivía abrumado por la maldad de la ciudad. El Señor dispuso que Sodoma no sería destruida mientras Lot no estuviera a salvo. Quedaba claro que Dios no sacrificaría ni a un solo inocente por corregir a los injustos. Así de grande es el aprecio que él tiene por los vulnerables. Aquellos que gustan llamarse sus hijos deberían, a su semejanza, ser férreos defensores de los inocentes en contra de la arbitrariedad. Si la Iglesia no posee claridad en algo tan básico como esto, es porque la dureza y el fanatismo han obnubilado su sentido. Solo habiendo perdido por completo el propósito del Evangelio se puede ser insensible ante las injusticias que sufren los pequeños.
A los ojos de Dios, ninguna causa, por grande que sea, justifica el maltrato a ningún inocente. Sus hijos tampoco deberían hacerlo, pues no es un asunto abierto a opiniones ni a explicaciones ocurrentes, sino un imperativo ético que todo aquel que se llame cristiano debe cumplir.
La palabra del Señor es tan justa y recta como la persona de Dios, esa voz de Dios es la verdad. De igual manera en su trato con el hombre, habiendo dado tiempo, esperanza y salvación a los hombres, Hoy, es el día grande de Dios Padre: el año de la Gracia del Señor Jesucristo que Justifica gratuitamente por medio de la fe, y abre espacio para el pecador, para sacar a los hombre de esta perversa generación. Ahora ha establecido un camino nuevo, vivo y santo: La inocencia del Hijo es imputada por su sangre al pecador justificando a todo aquel que cree. No recibir esta misericordia de Dios, nos hace culpable de pisotear ese plan de amor y Redención. Lot salió de Sodoma sin mirar atrás. Hoy salgamos fuera de la ciudad de perdición sin mirar atrás, sólo Sino Viendo al Invisible, Autor de la fe. Cristo nos ha Salvado por medio de la fe gratuitamente.