El país ya no aguanta tanta palabrería
Para la esperanza de vida de su época y de su país, podía decirse que era un hombre relativamente joven. Su vida la había pasado al lado de su padre de quien habla aprendido el trabajo de pastor y cultivador de higos. Las cosas no habían marchado mal Ahora era un pequeño propietario con otros pastores a su cargo. Pero para las mayorías las cosas no eran tan buenas.
Con el nuevo gobernante se habla logrado la recuperación de territorios productivos y gracias a su gestión, se había logrado aprovechar las ventajas del comercio abriendo un paréntesis de prosperidad económica. Pero la prosperidad no era para todos. Más bien era sólo para unos cuantos. Los lujos habían desatado las codicias y había conducido a la injusticia. Vendían a los buenos por monedas y al necesitado por un par de zapatos. La usura imperaba y jamás se devolvían las prendas. Los jueces amaban el soborno y el derecho era tirado por tierra.
El sol rojizo del atardecer le había llevado a la decisión de abrazar la mirada humanizadora del dolor. Parecía que nadie estaba dispuesto a preocuparse por el otro. Aun entre hermanos de pobreza el egoísmo y las críticas se sucedían implacables.
Ese atardecer el polvo se levantaba por los caminos ascendentes que llevaban a su pequeña población. A pesar de todo lo que el mundo había llegado a ser, los seres humanos parecían involucionados en solidaridad y sumidos en sí mismos.
En lugar de hundirse en el desánimo prefirió desenfundar su alma para entregarla a los demás Se sintió llamado a cambiar las cosas y decidió tomar acción para inaugurar un camino diferente. Su única fuerza era la palabra y la experimentaba con un poder irresistible. Nada estaba a su favor, él no provenía de una familia especialmente religiosa, no era su educación la de un religioso profesional.
Sus intenciones no tenían más meta que la de buscar un remedio a los males del mundo. Pero, sabía que eso no lo lograría sino hasta que cada individuo llegara a comprender que no debía seguir siendo el mismo Esa tarea no era fácil, Demandaba su tiempo, sus fuerzas y sus conocimientos. Sabía que tendría que enfrentar los egoísmos mayores y eso, en términos reales, significaba el máximo sacrificio de su parte.
Decidió partir de su pueblito sureño para dirigirse a la capital, donde estaba el centro del poder. Donde vivía el gobernante y la élite dominante. Allí habló y alzó la voz. Habló en contra del lujo, la injusticia y la opresión de los débiles. Denunció la vida religiosa como una simple parodia. Si las cosas no cambian, dijo, el país no tiene futuro. Su fin se acerca velozmente. La principal responsabilidad recaía sobre el gobernante.
Pero no fue el gobernante quien primero reaccionó. Fue el dirigente religioso. Éste fue al gobernante y le dijo: «Este hombre está conspirando contra ti. El país ya no aguanta tanta palabrería». Se decidió entonces que el predicador debía ser exiliado. Le dijeron: «Largo de aquí, vidente! ¡Si quieres ganarte el pan profetizando vete a tu tierra!». Él accedió a retirarse pero no sin antes expresar su palabra final. «Yo no soy profeta sino que cuido ovejas y cultivo higueras. Tu tierra será medida y repartida y tú mismo morirás en un país pagano. El pueblo será llevado cautivo lejos de su tierra».
El pastor volvió de madrugada a su pueblito sin ánimo de derrota, su palabra había sido dicha y ella no moriría. Su palabra perdura hasta hoy. En el libro de Amos. En la Biblia.