El reinado de la mentira

En la antigüedad el filósofo Diógenes emprendió un viaje  con un candil en la mano en busca de un hombre honrado. Posteriormente, Pascal se quejó de que la vida humana no es sino un engaño perpetuo y que las relaciones humanas se basan en el engaño recíproco.

Es bastante común escuchar mentir a funcionarios. En política la mentira se considera un recurso aceptable para obtener logros. Los abogados se preparan para sus defensas sabiendo que si fueran veraces perderían sus casos. La mentira impregna la sociedad humana desde las declaraciones, de impuestos hasta lo que se dice a los seres queridos. Lo mismo ocurre en el ámbito religioso, periodístico, educativo y deportivo.

La mentira es tan corriente que se ha convertido en casi una constante en el amor. En lugar de la sincera entrega y la devoción sacrificial predominan los recursos de Tartufo, hipócritas y ladinos. Las cosas llegan al punto que se pierde la idea existencial del amor y las relaciones entre sexos se convierten en una mascarada en donde una persona engaña y la otra sabe que está siendo engañada, pero, aún así, decide creer que todo es verdad. La falsedad constituye el telón de fondo sobre el que se destacan los muy ocasionales ejemplos de sinceridad.

¿Por qué los seres humanos parecen huir a la verdad? Existen dos razones esenciales: el orgullo y la pereza. El orgullo objeta a la verdad porque siempre pretende presentar una imagen más favorable de sí. Y la pereza la evita porque la verdad requiere y crea trabajo. No obstante, el precio de evadir la verdad es enorme. La mentira destruye a quien la dice y a quien la escucha. Socava la confianza y trastorna las relaciones con Dios y con los demás.

Mentir sale caro. Las mentiras tienen un efecto tremendamente destructivo para el ser. Tanto la salud mental como la espiritual dependen de nuestra disposición a decir la verdad. La salud mental es un continuo proceso de dedicación a la realidad, a toda costa.

La mentira es por sí misma una distorsión de la conciencia. Cuando los padres, por ejemplo, enseñan a sus hijos a decirles la verdad en tanto que ellos se dan el lujo de mentir sin reticencias, la contradicción termina por deformar la conciencia de la nueva generación y el engaño se hereda como práctica valedera.

Sus mentes son atrofiadas por una forma de desprecio de la realidad que al contaminar la verdad les profana los espíritus.

La fidelidad a la verdad tiene mucho que ver con la dignidad humana. No es sólo que al obedecer a las evidencias de la verdad ningún ser humano será humillado, sino que sólo de ese modo será ennoblecido. Al decir la verdad nos hacemos reales. La verdad es el único estado en que vivimos de manera legítima y libre.

Es cierto que la verdad puede también causar dolor. Ésta es la razón por la que la verdad es la segunda palabra de la vida cristiana y no ha de administrarse por sí misma. La primera palabra es «gracia», y ella nos capacita para hacer frente a la verdad. Junto con el amor, la fe y la esperanza, la gracia y la verdad constituyen un fundamento lo suficientemente sólido como para hacer frente a la vida. La verdad no ha de aplicarse por sí misma, ni tampoco el amor. Estas dos realidades han de ir juntas. No son antitéticas. Más bien, el amor se regocija con la verdad. Cuando el amor y la verdad se mantienen juntos, nace la verdadera comunidad.

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