En el Día de la Biblia

La primera vez que leí la Biblia era sólo un púber. Creo que la abrí en uno de los libros de Reyes, del Antiguo Testamento. Después de que hube husmeado entre genealogías extrañas e historias que para mí no tenían ni principio ni fin, llegué a la conclusión de que la Biblia era el libro más soso y árido que había conocido. Devolví el ejemplar a su exilio de años en la librera familiar para continuar, por otros años más, en su destierro.

Ya en la adolescencia un pequeño folleto religioso apareció en la sala de la casa. Comencé a hojearlo y me di cuenta de que no tenía más texto que algunos pasajes tomados de la Biblia. En una página había versículos que hablaban del amor de Dios, en otra, de la divinidad de Jesucristo, en la siguiente, algunos milagros que Jesús hizo. Y así fui leyendo página tras página hasta llegar a una donde encontré el pasaje del libro de Deuteronomio que contiene los Diez Mandamientos. Al leerlos me sobrecogió el descubrir que el Decálogo aparecía de una manera diferente a la que me había enseñado la paciente Sor Inés, antes de mi primera comunión, en el parvulario.

Pensé que había descubierto la manera en que algunas sectas religiosas engañaban a las personas alterando las Escrituras. Para terminar de comprobar mi tesis fui a buscar el pasaje de Deuteronomio en la Biblia Nácar-Colunga. Mi sobrecogimiento fue mayor al darme cuenta de que los Diez Mandamientos se encontraban en la Biblia tal como lo decía aquel folleto. Pensando en una variante de traducción consulté con la Bover-Cantera y luego con la de Monseñor Straubinger. No había duda, aquel folleto decía la verdad.

Pero esa capacidad de sobrecogerme no sólo la experimenté en esa ocasión. En verdad, la vida cristiana es un continuo de conmociones producidas por la lectura de la Biblia. En lo personal, la leo todos los días. Y no me resulta aburrido ni rutinario después de más de tres décadas haciéndolo. La razón es que la Biblia tiene autoridad y es capaz de examinarnos y desafiar ideas que damos por ciertas. Cuando se posee la humildad para escuchar a la Biblia ella hace más que esclarecernos, nos transforma.

Si la Biblia ha conservado su vigencia después de veinte siglos y si hoy en día se disponen de más traducciones de ella que nunca antes, es por su autoridad para sobrecoger a los seres humanos. De otra manera, ¿por qué tendría que ser el libro más vendido en nuestro país cada año? Con este pensamiento concuerdan casi todos al reconocer en ella una autoridad perenne.

Y, por esa razón, la Asamblea Legislativa no dudó en declarar el segundo domingo de diciembre de cada año «Día de la Biblia.»

Aunque la Biblia es mi libro de cabecera y mi trabajo gira en torno a ella, su poder de sobrecogerme permanece igual que el primer día. Su lectura me conduce de sobresalto en sobresalto. El Sermón del Monte, las parábolas de Jesús. Siempre desafiantes y retadoras. Estableciendo marcos éticos sorprendentes e inspiradores. En el Día de la Biblia hagámonos el propósito de volver a ella y redimirla del exilio que a veces le imponemos. Su lectura metódica y consciente podrá descubrirnos cosas que, a veces, ni imaginamos.

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