La corrupción en un país cristianizado
La sociedad humana está formada por una compleja red de relaciones interpersonales, culturales y económicas. Esa red determina la vida e influye en los valores que las personas adoptan definiendo la manera de ser y vivir de los pueblos. Cuando en esas redes se enquista la corrupción de Estado, influencia negativamente a la sociedad entera dejando infinidad de víctimas y damnificados. Pero, además, por definir la forma de vida de los pueblos, las relaciones de corrupción marcan a la ciudadanía con desesperanza democrática, debilitamiento del sentido del bien común y degradación de la cultura de la legalidad. A fin de rescatar la legitimidad democrática, los ciudadanos deben percibir que las actividades públicas se dirigen al bien común, pues, de lo contrario, se desnaturalizan, se corrompen y caen en descrédito. Tal situación puede producir una crisis en el sistema de gobierno y desalentar la participación social. A fin de remediar tal deslegitimación se necesita de funcionarios con auténtica vocación de servicio cuya finalidad sea el interés general, más allá de si el sistema normativo está o no identificado con él. Hablamos entonces de personas con un alto estándar ético que deberían ser numerosas en un país cristianizado.
Pero la corrupción se levanta como un ídolo que arrolla a multitud de cristianos profesantes que se mantienen impasibles. Las características del dios Mamón son la de la ultimidad: todo acto se justifica por el fin último de la riqueza pronta. El sentido de poder fomenta la autocracia de quien ejerce las decisiones públicas y, con ello, se produce la desnaturalización del funcionario para colocarse por arriba de toda norma y de toda sensibilidad. Otra característica es la de la autojustificación: muchas veces amparada en el precedente histórico de aprovechamiento e impunidad. También el ídolo de la corrupción demanda víctimas para ser ofrecidas en su altar: el ejercicio de la discrecionalidad que hace pensar a la persona y colaboradores que se encuentran por arriba del interés colectivo volviéndose insensibles a las necesidades que han de quedar insatisfechas por causa del peculado, damnificados de las viviendas precarias, de las escuelas abandonadas, de los hospitales deficientes, de la carencia de agua potable. Año con año son incontables las víctimas ofrecidas a la insaciable sed de los discípulos de Mamón. Pero, como todo ídolo, ofreciendo también la salvación a quienes le rinden pleitesía: el debilitamiento del principio de rendición de cuentas o impunidad que refuerza el absolutismo del funcionario, quien inicia un nuevo ciclo corrupto pero a mayor nivel. De allí el deseo casi omnipresente de procurarse nuevas oportunidades de reproducir para sí las condiciones para la corrupción por medio de reelecciones o la búsqueda de espacios de participación pública.
El primero de los mandamientos es no tener otros dioses. Suficiente razón para que quienes profesan el cristianismo se levantaran y manifestaran en contra de la idolatría. El mínimo sería que mostraran indignación. Pero el panorama muestra una indiferencia completa. El cristiano ha sido comisionado para anunciar y denunciar lo que a Dios le desagrada. Es animado a ser luz y sal en un mundo alejado de la verdad. Su lucha contra la corrupción debería ser firme y no permitir la impunidad ni la mentira. Solamente así podrá retener el privilegio de ser llamado hijo de Dios.
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