La sed de pertenencia

Todos los seres humanos necesitamos saber que pertenecemos a alguien o a algo. El sentido de pertenencia es importante porque define quiénes somos y determina la orientación de nuestra existencia. La pertenencia se desarrolla a partir de las relaciones afectivas que en la infancia se establecen en relación con otras personas.

Es obvio que la familia ocupa un papel fundamental para establecer tales lazos. La carencia de pertenencia volverá a la persona insegura y no podrá alcanzar la tranquilidad hasta lograr establecer relaciones fuertes y confiables. Cuando las necesidades afectivas no son satisfechas en el hogar, la persona buscará su pertenencia en relaciones alternas.

La sed de pertenencia es tan grande que los jóvenes están dispuestos a pagar altos precios por ser aceptados, por ejemplo, dentro de una pandilla. El rito de iniciación puede ser el so- portar una golpiza, el sostener relaciones sexuales con uno o varios

miembros de la pandilla o el ejecutar un asesinato. Si jóvenes y señoritas aceptan voluntariamente tales condiciones es solamente por su necesidad de sentirse pertenecidos.

Dentro de la pandilla reciben un nombre, una identidad, un círculo de seguridad y de ayuda mutua. Es decir, todo aquello que los seres humanos buscamos en una comunidad. Su necesidad afectiva es tan grande que entregan la vida a la pandilla. Por la misma razón, la traición o la deserción son castigadas con la pena máxima.

El mejor preventivo al problema de las pandillas es que la familia otorgue a sus hijos las condiciones de aceptación y cariño que les brinden seguridad afectiva. Esto último puede ser obstaculizado por la ausencia de uno o ambos padres por razones de emigración o disolución de la relación de pareja. En tales casos, el círculo más amplio de la parentela debería asumir la responsabilidad.

Por su parte, la escuela es otra de las instancias que puede hacer mucho para contribuir a resolver la problemática. Eso demanda educadores de profunda vocación que se conviertan en tutores y orientadores de sus alumnos. Deben ser las personas que brinden a la niñez el respeto y el tiempo que a veces no encuentran en sus hogares.

No se puede dejar de lado el importante papel de las iglesias. Las mismas pueden convertirse en comunidades alternativas donde niños y jóvenes encuentren la aceptación, el respeto y el cariño que les permita un desarrollo psicológico equilibrado.

Las iglesias no solamente son comunidades abiertas sino que también ofrecen la oportunidad para el involucramiento en actividades diversas que refuerzan el sentido de pertenencia y la autoestima de la persona. Dentro de las iglesias las personas pueden encontrar el espacio para expresarse, ejercer sus habilidades y encontrar un sentido sólido para su existencia.

Cuando familia, escuela e iglesia se unan en este esfuerzo se convertirán en las agencias capaces de cambiar el panorama social. Pero, si tal cosa no está ocurriendo, debemos sentirnos obligados a examinar, identificar y corregir aquello en que estamos fallando por acción u omisión. Pero debemos hacerlo pronto, antes que sea demasiado tarde y sean los grupos negativos los que terminen por arrasar con las instituciones y los valores que se consideran fundamentales en la sociedad.

Cada uno tenemos una responsabilidad como parte de una familia, como miembros de una iglesia y, algunos, como maestros. El cómo desarrollemos nuestro papel determinará en mucho el rumbo de la nueva generación. Al menos de aquellos dentro de nuestro círculo de influencia. Ha llegado la hora de la responsabilidad social. Debemos comenzar de inmediato.

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