Los evangélicos en la política salvadoreña
En décadas anteriores, la participación de los evangélicos en la El abstencionismo y el llamado «apoliticismo» fueron las marcas del ejercicio político de los evangélicos. Diversos factores abonaron tal postura: una comprensión dicotómica de la realidad, el ser una minoría religiosa, la dictadura militar, los fraudes, la corrupción, la guerra.
En la medida en que se sucedieron el cese de la guerra, los acuerdos de paz, el respeto a los sufragios, la alternancia en el poder local y nacional, el panorama fue esclareciendo y animando a la participación de los evangélicos. Un potente catalizador fue la comprensión, por parte de los partidos políticos, del nicho social que representa el sector y los continuos acercamientos seductores.
Un número creciente de miembros, líderes y hasta pastores manifiestan un mayor interés en la plaza pública. El que se trate de una novedad representa una gran debilidad y es que la larga ausencia de la vida política ha privado a los evangélicos de la oportunidad de obtener experiencia. Y no hay mayor error que el de llegar a la arena política como un enclenque que se enfrenta contra titanes. El peligro no es sólo el de terminar siendo manoseado sino que, peor aún, fallar en cumplir la misión de marcar una forma diferente de ejercer el poder, libre de males endémicos.
La falla comienza con la manera de hacer proselitismo. Siendo mayormente fuera de las iglesias y no teniendo otra base social sobre la cual orientar su campaña electoral, no les queda otro camino que el de utilizar el púlpito como espacio partidario, las iglesias como locales de campaña y a los creyentes como masa de maniobra. Es decir, instrumentalizando la fe.
No es fortuito que quienes hacen alarde de su religión sean quienes generalmente adoptan posturas opuestas a los valores de la fe que profesan, en tanto que quienes desarrollan su trabajo de manera más modesta son mucho más coherentes. La diferencia la marca la capacidad y la competencia contra el clientelismo y la ambición. No se requiere ser profeta para saber en qué terminará el ejercicio de un candidato evangélico. Los medios determinan el fin.
La política es un campo donde el cristiano debe ejercer su misión Evangelizadora, entendida como el anuncio de las buenas nuevas de una sociedad alternativa de justicia, amor y verdad. Para cumplir fielmente esa misión el cristiano debe ser instruido en la propuesta política del Reino de Dios. La experiencia de los últimos años indica que buena parte de los evangélicos en espacios públicos carecían de un ideario basado en esa propuesta. Lo su- mo que tenían era un lenguaje religioso decorado con algunas citas bíblicas casi siempre tomadas fuera de su contexto o manipuladas para legitimar acciones sociales y políticas demasiado lejanas de una teología bíblica que refleje una reflexión crítica sobre el tema del poder y de la política como servicio al prójimo.
Al considerar estas limitaciones y vacíos la iglesia, que pretende ser la conciencia de la nación, debe profundizar su tarea de hacer discípulos de Jesús en todas las esferas de la vida. Un discipulado que capacite a los creyentes para convertirse en misioneros dentro de los movimientos sociales y los partidos políticos. De lo contrario, la experiencia evangélica en política será en nuestro país semejante al balance apretado latinoamericano que sigue la misma ruta que la del grueso de los políticos tradicionales. Todavía resuenan las palabras de Jesús: «Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver sus buenas obras y alaben al Padre que está en el cielo».