Los evangélicos y la participación ciudadana
Desde los primeros siglos de su existencia fueron dos las posiciones que adoptaron los cristianos con respecto a la vida pública. Algunos, como Tertuliano, pensaban que los cristianos debían mantenerse alejados de la política en tanto que otros, como Agustín, pensaban que ninguna área de la vida debe quedar sin ser afectada por el Evangelio.
Los evangélicos, continuando el debate, oscilan entre los que creen que la vida política es demasiado corrupta como para que un creyente pueda involucrarse en ella de manera fructífera y los que consideran la actividad política como un camino apropiado y necesario para algunos cristianos.
En nuestro país, los evangélicos han optado mayoritariamente por la posición de Tertuliano, con muy contadas excepciones. La ausencia del debate y de la vida pública ha obedecido a varias razones. Los evangélicos comenzaron a gozar de derechos ciudadanos en El Salvador recién a finales del siglo XIX. Pero también existen razones de interpretación, como la insistencia marcada en la conversión individual como centro de la vida cristiana. Ha sido una concentración en la conversión individual que ha conducido, a su vez, a un énfasis en la ética individual.
Esa ética de uno mismo se concibe sustancialmente como el apartarse del mundo. Y sin duda que existe una base bíblica para apartarse del mundo, si se entiende bien esa palabra, pero también hay base para un llamado a ser luz del mundo, lo cual es mucho más exigente y desafiante que apartarse de él.
La verdad es que el Evangelio no presenta nada parecido a una ética estrictamente individual, ya que hasta las acciones más personales repercuten de algún modo, por indirecto que sea, sobre otros. Al no participar de la vida pública los cris- tianos pierden una enorme oportunidad para el testimonio cristiano y para hacer bien al prójimo.
Por la misma razón, no puede dejar de señalarse los lados oscuros de la participación ciudadana de algunos evangélicos. El solo hecho de levantar candidaturas políticas «evangélicas» conduce ya a una confusión de planos. En otros casos la participación política ha estado motivada por la reivindicación de los derechos de los evangélicos en lugar de utilizar tal privilegio para servir a los demás. Si en eso va a consistir la participación evangélica sería mejor volver al anonimato y al mutismo.
No es que se diga con esto que las reivindicaciones evangélicas no sean justas; pero, una participación política que en verdad refleje la transformación de la vida operada por el evange lio tendrá por característica principal no la búsqueda de los propios derechos sino la muestra de que uno se debe a los demás.
La existencia de estos yerros en la participación política de los evangélicos no debe extrañar: su ausencia de la vida pública ha sido prolongada y por ende, no se ha pensado con profundidad en ella. El campo de la política es una frontera misionera que tiene sus propias reglas de juego en las cuales el lenguaje religioso y las buenas intenciones son insuficientes si se ignora que se trata de un terreno en el que los acuerdos y los consensos son el pan de cada día.
La política no es un terreno en el que deban transitar los novatos e improvisados, como tampoco los arribistas y ambiciosos. Entre otras razones, porque el juego del poder exige, además de una cultura política mínima y de experiencia previa de gestión ciudadana, competencia profesional y solidez ética. Es necesario articular la propuesta política del reino de Dios y la presencia misionera de los creyentes en los movimientos sociales y en el desafiante ámbito político.