¿No has leído el Evangelio?
Se cuenta que Tolstoi, siendo oficial del ejército, al ver durante una marcha cómo uno de sus colegas golpeaba a un hombre que se salía de la fila, le dijo: «¿No te da vergüenza tratar así a uno de tus semejantes? ¿No has leído el Evangelio?», a lo que el otro respondió: «¿Y tú no has leído los reglamentos militares?».
A pesar de que se sabe hasta la saciedad que el imitar la violencia de los violentos conduce a una espiral de fuerza destructiva, la anécdota ilustra la manera en que en la actualidad se nos invita a despreciar el Evangelio y a leer los reglamentos militares.
Lo que constituye la humanidad del hombre es su relación con el otro hombre mediante la palabra. Y la violencia es siempre una negación de la palabra, tanto de la palabra propia como de la palabra ajena. El error es la violencia y, por consiguiente, error es toda doctrina que pretenda justificar la violencia. Porque la violencia ha salido ya victoriosa, ya ha impuesto su orden desde el momento en que ha obtenido la complicidad intelectual del hombre.
El Evangelio, por su parte, propone para quebrar el resorte de la violencia homicida el restablecimiento de la comunicación. Aprender a escuchar al otro, comprender sus motivos y sus expectativas. La sustitución de la violencia por la palabra abre al diálogo y hace posible la negociación y el acuerdo para dar paso a la paz social.
Al comienzo de un diálogo hay una invitación: es preciso que uno de Los protagonistas tome la iniciativa, que uno se decida a dirigir una mirada, una palabra o un gesto al otro. Y todo depende de la naturaleza de esa mirada, esa palabra o ese gesto. Si son signos de respeto, es muy probable que
el otro responda con un signo de respeto. Si son signos de desprecio, es probable que el otro responda con un signo de desprecio. En cada ser humano se puede invocar a su benevolencia o a su malevolencia, y aquello a lo que apelamos nos responde.
Este concepto es semejante a la conclusión a la que algunos filósofos han llegado, entre ellos Kant, quien escribe: «Los ejemplos de respeto que damos a los demás pueden también suscitar en ellos el deseo de esforzarse por merecerlos». Si alguien nos empuja y le dirigimos una mirada sonriente, es muy probable que nos devuelva la sonrisa; si le lanzamos una mirada furiosa, nos devolverá nuestro furor.
Cuando nos dirigimos a lo mejor del hombre se le da la oportunidad de revelarse, de liberar lo mejor de sí, de superarse. A la inversa, cuando nos dirigimos a lo peor del hombre, lo peor se revela, y él así se manifiesta ante sí mismo y ante los demás.
Jesús de Nazaret lo expuso así: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; al que te pida el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida y al que tome lo tuyo, no se lo reclames». ¿Idealismo utópico? No, sino la posibilidad de la conversión que tantas diferencias ha producido.
Con quienes no desean dialogar la firmeza debe mostrarse en la investigación, en la aplicación de la justicia y en los procesos de reeducación. Pero están aquellos que han expresado su deseo de ser escuchados y de recibir nuevas oportunidades. ¿Aplicaremos a ellos los reglamentos militares o el Evangelio?