Participación de los evangélicos en los sufragios
La participación de los evangélicos en el ejercicio del sufragio ha sido modelada por las condiciones que el desarrollo político del país ha ido produciendo.
En la década de los Setenta la participación evangélica en comicios electorales era casi nula. Inspirados por el dualismo maniqueo, introduci- do en la Iglesia como una antigua herencia agustiniana, veían la participación en sufragios como cosa del mundo y no de Dios.
Debido a los repetidos fraudes y violencias que acompañaban al ejercicio del voto no es difícil entender por qué los evangélicos optaron por la negativa a la participación, o en el mejor de los casos, por la impugnación, anulación o abstención dentro de las urnas. De manera resuelta preferían dejar a Dios, quien pone o quita reyes, la decisión de quién sería electo. En la década de los Ochenta la actitud cambió motivada, principalmente, por las amenazas que rodeaban a aquellos que, después de una elección, no tuviesen estampado en sus cédulas de identidad personal el sello de la Junta Receptora de Votos. Encontrarse en una inspección militar sin el sello correspondiente era una experiencia no del todo grata.
Los peligros movieron a los evangélicos a ejercer el sufragio al punto que, algunas iglesias, clausuraban sus cultos matutinos el día de la elección para facilitar a sus miembros el ejercicio del voto aun cuando éste, en muchos casos, seguía siendo nulo o impugnado.
A llegar la década de los Noventa las condiciones habían cambiado, no sólo políticamente sino dentro de la Iglesia. Después de una década de guerra, la Iglesia Evangélica emergía como una entidad numerosa, ubicua y en franco desarrollo. Nuevas generaciones se habían incorporado a sus filas en una época en donde el ejercicio del sufragio se consideraba ya una responsabilidad ciudadana para cada evangélico.
Las fuerzas beligerantes durante el conflicto se habían transformado en partidos políticos y, así, la polarización se trasladó al campo electoral. Con la nueva garantía del respeto a la voluntad expresada en el voto, el evangélico comprendió que Dios ciertamente es quien pone y quita reyes, pero suele hacerlo por medio de la participación ciudadana, incluida la de los evangélicos.
Otros, animados por las nuevas condiciones, tanto políticas como de demografía religiosa, se aventuraron a fundar partidos políticos de inspiración evangélica. Su fracaso en capitalizar el apoyo evangélico les desconcertó. Y es que los evangélicos no estaban tan interesados en llevar un candidato de su misma fe a cargos sino en lograr la conversión de quienes ya se encontraban en esos cargos.
En la década actual, las preferencias políticas de los evangélicos son tan variadas como lo es el escenario electoral. No puede afirmarse con objetividad que los evangélicos se inclinan por alguna tendencia política en particular. Si se debe encasillar a los evangélicos en algún segmento politico, probablemente, calzarían mejor en el grupo de los indecisos. Aunque, lo más cercano a la verdad, sería que los evangélicos, como el resto de la población, tienen sus preferencias divididas en consonancia con el panorama que los estudios de opinión muestran para el país.
Al pensar en el futuro, un elemento que sería decisivo para una mayor participación de los evangélicos seria el abrir la puerta a candidatos que no tengan la obligación de afiliarse a un partido político para postularse como candidatos. Cuando ese momento llegue, quiera Dios que la Iglesia haya madurado lo suficiente como para comprender y abrazar los grandes valores de justicia, amor y reconciliación del Evangelio como bandera de lucha. De otra manera, la participación de evangélicos en política no será nada innovador.