Que corra la justicia como impetuoso río
Hay una religión que resulta repugnante a los ojos de Dios. Es una religión que nos aleja de su amor y nos acerca a su ira. Es aquella religión que aparece y reaparece en la historia humana. Apareció en tiempos de Amós, el boyero de Tecoa, quien levantó su voz a nombre de Dios para exponer los males de su tiempo. Los ricos se volvían escandalosamente más ricos como para tener varias casas cada uno y hacer ostentación de sus costosos muebles. Los pobres eran muy pobres y se les explotaba descaradamente. Eran víctimas de toda clase de estafas en sus pequeños patrimonios, en los tribunales y en las transacciones comerciales. A quienes no tenían influencia siempre les tocaba la peor parte. Cuando los pobres no podían aportar nada a los ricos, eran ignorados y abandonados a su suerte, sin importarles que sufrieran opresión. La prioridad era hacer dinero; los hombres vivían para sus negocios, las mujeres para la sensualidad y los gobernantes para la frivolidad.
Paradójicamente, el terrible cuadro de injusticias sociales se vivía en paralelo a una religiosidad que se mostraba muy escrupulosa. Los centros de culto estaban atestados de adoradores, los sacrificios se ofrecían puntualmente, se cultivaba el aspecto musical del culto. Las autoridades religiosas eran personas muy cuidadosas de las formas litúrgicas, pero totalmente indiferentes a cualquier palabra que pudiera venir de Dios. En medio de una situación así, el mayor escándalo era el desmoronamiento del imperio del derecho. Los jueces no estaban interesados en lo justo sino en los beneficios. Sin tardanza condenaban al inocente para complacer a sus patrocinadores y abalanzarse sobre la aprobación de los perversos. La rectitud y el derecho eran valores olvidados y enterrados. Contra ellos profetizó Amós con las siguientes palabras:
“Ustedes tuercen la justicia y la convierten en trago amargo para el oprimido. Tratan al justo como basura. Es el Señor quien creó las estrellas, las Pléyades y el Orión. Él transforma la oscuridad en luz y el día en noche. Él levanta agua de los océanos y la vierte como lluvia sobre la tierra. ¡El Señor es su nombre! Con poder y deslumbrante velocidad destruye a los poderosos y aplasta todas sus defensas. ¡Cómo odian ustedes a los jueces honestos! ¡Cómo desprecian a los que dicen la verdad! Pisotean a los pobres, robándoles el grano con impuestos y rentas injustas. Por lo tanto, aunque construyan hermosas casas de piedra, nunca vivirán en ellas. Aunque planten viñedos exuberantes, nunca beberán su vino. Pues yo conozco la enorme cantidad de sus pecados y la profundidad de sus rebeliones. Ustedes oprimen a los buenos al aceptar sobornos y privan al pobre de la justicia en los tribunales. Así que los que son listos permanecerán con la boca cerrada, porque es un tiempo malo. ¡Hagan lo bueno y huyan del mal para que vivan! Entonces el Señor Dios de los Ejércitos Celestiales será su ayudador, así como ustedes han dicho. Odien lo malo y amen lo bueno; conviertan sus tribunales en verdaderas cortes de justicia. Quizás el Señor Dios de los Ejércitos Celestiales todavía tenga compasión del remanente de su pueblo” (Amós 5:7-15).
La religiosidad de los jueces tampoco les podía ayudar pues, hablando de ella, Amós también expresó las fuertes palabras del Señor: “Odio todos sus grandes alardes y pretensiones, la hipocresía de sus festivales religiosos y asambleas solemnes. No aceptaré sus ofrendas quemadas ni sus ofrendas de grano. Ni siquiera prestaré atención a sus ofrendas selectas de paz. ¡Fuera de aquí con sus ruidosos himnos de alabanza! No escucharé la música de sus arpas. En cambio, quiero ver una tremenda inundación de justicia y un río inagotable de rectitud” (Amós 5:21-24).
En vez de esos actos rituales, Dios quería una indeclinable consagración a la justicia. Él deseaba ver en los jueces una preocupación apasionada por defender los derechos de los pobres, interés que debía correr como un impetuoso arroyo que no se secara. El Señor quería una ética constante y cotidiana de integridad y bondad. No se contentaba con otra cosa que no fuera la justicia y la honestidad. Ahora, igual que entonces, la palabra de Dios resuena para quien tenga oídos para oír.
Precioso artículo!
Se mandó el pastor, fuerte, claro y contundente!