Verdad, perdón y amnistía
Sin temor a equívocos se puede afirmar que el cristianismo es una enseñanza acerca del perdón. Dios perdona con gracia abundante a quien ha cometido pecado, pero su absolución está condicionada al reconocimiento del mal, a la confesión y a la solicitud del perdón mismo. Es decir, Dios perdona con gracia abundante a quien ha cometido pecado, pero su absolución está condicionada al reconocimiento del mal, a la confesión y a la solicitud del perdón mismo. Es decir, Dios perdona a quien confiesa la verdad de sí.
Siendo la verdad lo que es, no puede ser destruida. La verdad subsiste por sí misma y no desaparece por ninguna acción humana. En realidad no existe nada, salvo la verdad. El negar la verdad es ir contra el ser. Inmenso suplicio luchar contra la luz. Por ello, pecado es la negación de la verdad.
La confesión es la demanda de Dios que permite al hombre avanzar, liberarse, crecer. En otras palabras, redimirse.
El pecado deforma al ser humano. Un pecado como el asesinato, que se cometió reiteradamente durante la pasada guerra, convierte al hombre en un ser vacío de propia humanidad. Al matar, algo muere en quien mata. Poco queda de esa persona después de una sucesión de asesinatos materiales o intelectuales. Por ello es que para Dios no hay borrón y cuenta nueva a menos que el hombre reconozca aquello en que ha convertido su vida y siga el camino de la conversión. Los protagonistas de ambos bandos del conflicto armado, necesitan reconciliar su existencia con la inextinguible verdad, reconociendo ante las familiar de las víctimas sus excesos, confesando la perversidad intrínseca de los mismo y solicitando el perdón.
Si el tema de la verdad se teme y provoca urticaria es solamente porque quienes deberían experimentar dolor por sus pecados están dispuestos más a provocar nuevo dolor a otros que a abrazar su propio dolor. El dolor de saber que se hizo lo malo: único camino a la redención.
La carga de negar y ocultar la verdad provoca una zozobra y una angustia mayores que la expectación que preludia el minuto de la grandeza moral cuando se reconocen, honestamente, las circunstancias únicas que produjeron motivaciones y acciones igualmente únicas.
La negación de la verdad sobre hechos pasados que son los condicionantes irremediables de nuestro presente y los hilos vectores ineludibles que ya esbozan nuestro futuro, es muy dudoso que favorezca políticamente a los autores de atrocidades; pero espiritualmente les niega de tajo la oportunidad de recobrar su conciencia y su libertad espiritual. Se les condena a seguir viendo a las víctimas como objetivos militares y no como personas que portaban la imagen de Dios. Se les condena a cargar con su aberración moral de seguir justificando lo injustificable de por vida.
Nadie más que las familias de las víctimas poseen la conciencia más nítida y cercana de la dignidad y real humanidad de sus muertos. Consecuentemente, solamente ellas son las moralmente autorizadas a decir si hay heridas y si las mismas están abiertas o cerradas. Si 16 o 30 años de preguntas sin responder son o no suficiente. Si se debe o no dar la vuelta a la página, si es que tal posibilidad acaso existe.
Por compasión, se debe permitir que sean los familiares de las víctimas quienes definan las dimensiones de la verdad que necesitan conocer. Por compasión, se deben crear las condiciones para los autores materiales, intelectuales e ideológicos de delitos contra la humanidad que le ayuden a impetrar perdón.
Tal solicitud no es denigrante, es enriquecedora. Por ello, debe brotar no de un corazón conminado sino arrepentido, como Dios exige. De otra manera, ni las víctimas estarán satisfechas ni los victimarios tendrán paz.