Guacarnacos y espolones
Augusto Roa Bastos en su obra ‘Yo el Supremo’, pinta el retrato íntimo del hombre cuando tiene poder. Narrada a una sola voz, la del dictador, penetra en la psique y la cosmovisión de quien detenta el poder de manera absoluta. Con apenas unos pocos diálogos con su secretario y asistente Policarpo Patiño, en quien confía plenamente y de quien desconfía plenamente, el intercambio sirve solamente para reafirmar que el Supremo es un trabajador incansable de la dignidad de la República en contra de los que ansían su ruina.
En su narrativa Roa Bastos mezcla los provincialismos guaraníes con rebuscadas palabras castellanas con una habilidad tal que, en lugar de resultar chocante, produce una fluidez estética que atrae irresistiblemente al lector y le sumerge en el mundo solitario del que llegó a la cima del poder y le descubre su forma de ver la vida y ver a los demás.
El Supremo, el solamente conocedor, el solamente sabedor, el solamente depositario de la verdad actúa cual padre enseñando al resto la manera de ser país, de ser patriota y de ser ciudadano. Éstos, por su parte, siempre aprendiendo y nunca entendiendo las buenas intenciones de aquel que son amados al mismo tiempo que despreciados por el Supremo. Ellos son el fin al mismo tiempo que el medio que el poderoso usa para alcanzar sus metas que no son otras que las que le convienen a las mayorías porque él así lo decidió.
No tolera la disidencia y se muestra cruel e implacable contra aquellos que se atreven a levantar la voz. Los que traicionan una vez, traicionan siempre. Ellos son enemigos de la libertad y de la honradez y será la posteridad que no se regala a nadie la que algún día retrocederá a buscarlo para honrarlo a él que sólo manda lo que mucho puede. El Supremo es quien hace la historia en tanto que el resto vive haciendo el no hacer nada porque no les interesa contar los hechos sino contar que los cuentan.
Quien tiene el poder desea más poder para llevar a los demás a la grandeza jamás imaginada y que los anteriores no pudieron ni tan siquiera emprender. El Supremo es el hijo del destino que marca su nada al mismo tiempo que sale de ella. Puede hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. El Supremo es aquel que lo es por su naturaleza y es la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo y de la Patria.
Padre de la ética y de la moral, justifica todas sus acciones y procedimientos. Las cosas son como él dice y no como son en verdad. Vive en un mundo creado a su misma imagen y semejanza. Él es quien dice ser y los demás son quienes él dice que son y quien no lo comprende así es por su mala fe, la cual, la tiene ya bien conocida. A ellos le conviene contener e impedir que sigan enarbolando banderas diferentes en el territorio patrio.
Si existe alguna similitud con algunos personajes de la política salvadoreña es muy probable que estemos equivocados, y si no lo estuviéramos no tendría ninguna importancia, pues para ellos no somos más que, en palabras del Supremo, simples guacarnacos y espolones.
Que si hay similitud?…En El Salvador el problema es mas crítico, por la proliferación de «Supremos».
Gracias por su comentario.