La complicidad del silencio

El enfrentamiento entre la Policía Nacional Civil y las pandillas ha cobrado dimensiones incendiarias. Después de bastantes años de no interferencia mutua, algo rompió el equilibrio. Quizá nunca se sepa quién disparó el primer tiro. Cuando se tienen armas en la mano y la adrenalina hierve no es difícil que los incidentes ocurran. A partir de allí, se generó un ciclo de venganzas que se fueron consolidando en ataques cada vez más intencionales. Hoy ya no queda duda que es una directriz de las pandillas atacar a los policías y soldados durante sus períodos de licencia. Dentro de la policía, como en la mayor parte de gremios, existe un sentido de cuerpo y hermandad. Las reacciones no se hicieron esperar y comenzaron a usar el criterio propio y el reconocimiento que desde hacía mucho tenían de los miembros de pandillas para comenzar a devolverles golpe por golpe. En otros casos el deseo de venganza se desbordó y también fueron maltratados familiares de los miembros de pandillas. En contrapartida, las pandillas también comenzaron a atacar a las familias de policías y soldados. En 2015 se sobrepasó por mucho la cantidad de policías y soldados asesinados en relación a años anteriores. En la actualidad, da la impresión que los miembros de pandillas no están dispuestos a dejarse capturar y han decido disparar para evitarlo. Ahora ya no saben si vienen a detenerlos o a eliminarlos y, por ello, la lucha es a muerte.

Por su parte, la policía ha venido desarrollando una línea de venganza en la que se salta todo procedimiento y ha llegado al uso de la fuerza abusiva. Mal pagados, mal dormidos y, para colmo, ahora blanco de ataques, no están para reflexiones sobre el respeto a los derechos humanos o las normativas legales. Ya están hartos de esperar a que el sistema judicial funcione y prefieren procurarse por sí mismos lo que piensan es justicia. No tienen en cuenta que los familiares y amigos de las personas que maltratan, detienen arbitrariamente, torturan o ejecutan con muchísima dificultad volverán a colocar su confianza en la Policía, si es que lo hacen alguna vez. Lo que es más preocupante es la pérdida de la mística con que la Policía fue creada. El hombre no actúa como piensa sino que piensa como actúa. Parece que ya no recuerdan que no pueden allanar una vivienda sin previa orden de un juez. Lo que antes fueron protocolos muy claros ahora son vagas memorias que no poseen relevancia y, lamentablemente, tampoco existe una Inspectoría que se los haga recordar. No hay palabras firmes que adviertan de cometer abusos y, mucho menos, acciones disciplinarias o penales para los que resulten culpables. Es la complicidad del silencio.

Como en todo conflicto bélico, por muy irregular que este lo sea, los principales afectados son los inocentes. El hecho de ser joven, hombre y pobre se ha convertido en un perfil de alta vulnerabilidad frente a las partes. Como resultado, han perdido sus vidas muy buenas personas, entre ellos cristianos practicantes, cuya única culpa fue la de encontrarse en circunstancias que ni siquiera eligieron. Si no se hace nada para detener esta locura, en pocos años ya ni nos reconoceremos a nosotros mismos. Se perderá la ya maltrecha confianza que se tiene en las instituciones y en la legalidad. La sangre joven continuará corriendo y todo lo que se haya logrado avanzar en la posguerra, se perderá ante la catástrofe humana que se nos avalancha.

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